por Jorge Waxemberg
Uno de los pilares del aprendizaje del arte de vivir es la capacidad de conocerse y comprenderse dentro del propio entorno. Por eso, la primera relación que es necesario considerar al ocuparnos del desenvolvimiento espiritual es la que uno mantiene consigo mismo.
El ser humano no se muestra como unidad sino como un compuesto. Características genéticas y adquiridas se influyen y modifican mutuamente y, en el choque con las circunstancias, generan emociones, sentimientos y pensamientos diversos y muchas veces contradictorios: altruismo y egoísmo, amor e indiferencia.
Uno cree que su forma de expresarse es genuina; pero cuanto más se observa mejor comprende que lo que cree ser se asemeja más a un cuerpo con muchas caras que a un ser humano con un comportamiento coherente y armonioso.
Tarde o temprano esta crisis de identidad nos mueve a tratar de conocer nuestro verdadero ser. Se origina así un proceso de búsqueda de la propia identidad que puede acelerarse con actitudes, pautas de conducta y prácticas apropiadas. Algunas de ellas se describen a continuación.
Ubicarse con respecto a los demás y al Universo.
Un hombre o una mujer pueden brillar puliendo lo que ya son sin salir por eso de su pequeñez; pero para darle un sentido trascendente a sus vidas no tienen otro camino que el de universalizar su experiencia ubicándose dentro del gran acontecer cósmico y humano con equilibrio y sabiduría.
Solamente desprendiéndose de una vida centrada en sí mismo el ser humano puede acceder a sus posibilidades reales. Descubrir la vida del Universo y el mundo de los demás da la dimensión necesaria para comprender el alcance de las propias posibilidades y también da la fuerza para cumplirlas.
Uno comienza a equilibrar la relación consigo mismo cuando comprende la vastedad del Universo, su pequeñez respecto de él y, al mismo tiempo, el valor extraordinario de su vida como expresión del mismo principio que sostiene al Universo. Hasta entonces se fluctúa entre sentimientos extremos de grandeza y de impotencia personales.
Ningún ser es el centro del Universo; ni siquiera es más importante que otros aspectos de la realidad. Pero cada uno tiene un lugar único e irremplazable en el Mundo.
Cada uno debe ser consciente de la relevancia que tiene su vida para el conjunto de la sociedad en que se desenvuelve, para su familia, sus amigos y para quienes dependen de él. En otras palabras, uno reconoce su pequeñez en la medida cósmica y la trascendencia de su experiencia en el núcleo en que vive. Esto lo lleva al siguiente punto de su trabajo interior.
Respetarse a sí mismo.
Si bien nadie es el centro del Universo, toda alma es una expresión de lo Divino. Por eso ha de expresar con su vida su reverencia a lo Divino en ella. Si bien es libre para vivir como quiera, la conciencia que tiene de su potencial espiritual no le permite vivir de cualquier manera, volcarse en cualquier experiencia o dejarse llevar por impulsos inconscientes. La posibilidad de expandir la conciencia hasta abarcar al Cosmos está en uno; la manera en que uno vive ha de reflejarlo.
El respeto y la reverencia a la presencia Divina en el propio interior han de presidir la relación con uno mismo.
Ser veraz consigo mismo.
El respeto a sí mismo lleva al ser humano a mirarse objetivamente, a ser veraz, a amar la verdad por sobre todas las cosas. Sin embargo, hay en los seres un apego ancestral tan grande a sí mismos que inconscientemente tienden a la autojustificación, la autocompasión, la autocomplacencia. Lo que uno piensa, siente y hace está influido por el afán de proteger la propia imagen. Para ser veraz consigo mismo es necesario trascender esa tendencia, producto del instinto de conservación.
Para ser veraz consigo mismo se ha de mantener distancia respecto de sí mismo y de lo que a uno le ocurre. Respecto de sí mismo, porque aplicando medios objetivos de autoconocimiento se puede hacer una evaluación más completa e impersonal. Respecto de lo que a uno le ocurre, porque sólo el tiempo ubica las experiencias en su lugar y da la serenidad necesaria para comprenderlas.
No identificarse con las vicisitudes propias de la vida y del desenvolvimiento.
En la medida en que uno se identifica con sus experiencias pierde la capacidad de entender lo que le ocurre. Deja de distinguir la diferencia entre lo que es y lo que le pasa y queda atrapado en sus estados mentales y emotivos. Vive una ilusión respecto de sí mismo; sus percepciones y evaluaciones son tan subjetivas que sus experiencias no le aprovechan como debieran. Por eso, las repite una y otra vez sin comprenderlas acabadamente.
Cuando uno está pendiente de lo que le pasa vive para sí mismo. No percibe los puntos de vista ni las necesidades de otros. No se da cuenta que al mirarse sólo a sí mismo e importarle sólo lo que le ocurre desecha la posibilidad de expandir su conciencia. La vida se escurre entre sus dedos mientras oscila entre sentimientos de irritación, exaltación o depresión.
No ayuda que uno se irrite cuando le pasan cosas que le desagradan, porque el enojo no evita los errores cometidos ni cambia la realidad. Las equivocaciones son valiosas cuando se usan para aprender a no a caer en los mismos errores y a mantener un espíritu de humildad.
No ayuda que uno se exalte cuando tiene éxito, porque la exaltación no mejora lo ya realizado y gasta la energía que se necesita para dar el próximo paso en el desenvolvimiento. Cuando se usan los triunfos para vivir de su recuerdo o para sentirse más que los demás, se pierde su fruto. Los éxitos son realizaciones cuando sirven para seguir adelante, aunque la próxima etapa sea difícil e incierta.
No ayuda que uno se deprima ante las dificultades, porque la depresión no contribuye a superar el problema que lo entristece ni hace más llevadera la realidad. No se puede esperar que la vida consista en una sucesión de hechos placenteros. Cuando se acepta el sacrificio inherente a la vida se superan los altibajos de las experiencias difíciles y se vive en paz.
El ser humano ha de relacionarse consigo mismo como el maestro se relaciona con su discípulo: aceptando, enseñando, corrigiendo, estimulando; dándose siempre lo necesario para alcanzar y mantener equilibrio interior.
Al hacer consciente la relación consigo mismo el individuo se ubica como parte inseparable del Universo, aprende a respetarse, a ser veraz consigo mismo y a identificar su individualidad. De esa manera establece una relación entre lo que sabe que es y lo que habitualmente cree ser cuando se deja llevar por sus emociones o las ideas que asimiló de otros sin revisar sus fundamentos. En la medida en que esa relación se profundiza aprende a no encerrarse en sí mismo y a responder a su necesidad de expandir su conciencia y dar significado a su vida
El arte de vivir la relación por Jorge Waxemberg, Cuadernos de cultura espiritual, Argentina, 1992.